Ambas direcciones del espacio ––la que hace de nosotros un punto a partir del cual el mundo se explica como un conjunto de pasos que hemos dado o que podríamos tratar de dar (el horizonte), y la que nos sitúa como referencia de la altura de las cosas (la verticalidad)–– configuran nuestras vidas. Es, por eso, necesario volver siempre sobre ellas. Pensarlas una y otra vez.
La pregunta acerca de nuestra identidad se explica, en gran parte, desde la cuestión sobre nuestro camino: somos nuestro horizonte, aquellas personas que vamos llegando a ser, aquellos rostros de nosotros mismos que trazamos y, en los rostros de los otros, recibimos. Ya que es bueno regresar a las palabras, regresemos ahora a una de ellas: la palabra meta. En latín, meta no significa objetivo, lugar de llegada, estación de destino; meta, para los romanos, era un montoncito de piedras puesto en el circo para indicar un punto preciso y que, una vez superado, impedía a los caballos de carrera retroceder. La maravilla que esta palabra nos regala consiste en descubrir que el primer paso de toda elección no es alcanzar un objetivo, sino aceptar el cambio que la elección lleva tras de sí. Y saber sonreír cuando se cruza nuestra íntima meta, el hermosísimo lugar sin vuelta atrás, porque, en ese instante, ese es nuestro horizonte: el cambio que, dentro de nosotros, se ha producido.
Perpendicular al horizonte, está la altura, aquello que nos sitúa en relación al resto de las criaturas con las que compartimos esta casa que es el mundo. Si volvemos nuevamente al latín, nuevamente el latín nos sorprende, pues altus, un adjetivo versátil y fecundo, sirve en esta lengua para indicar, al mismo tiempo, qué elevado es un muro y qué profunda una herida; es decir, altus, en latín, indica las cimas y las simas, el espacio estelar y los abismos. No es difícil sacar consecuencias y aplicarlas al misterio de la vida.
Hay un pasaje del Evangelio de Mateo en donde Jesús nos enseña a contemplar el horizonte y a reconocer, en él, que la verdadera altura es la profundidad. Se trata del capítulo 5, las Bienaventuranzas. Es una sencilla lección magistral sobre el arte de la mirada. El maestro, desde la elevación de un pequeño monte, hunde sus ojos sobre las vidas de las personas y enseña a sus discípulos a mirar. El silencio, detenido y paciente, se transforma en palabra llena de luz. La distancia, necesaria para comprender, se vuelve presencia que ayuda a vivir. Y, allí, de frente al misterio de la vida, Jesús enseña que nuestra meta es la vida del otro, porque nos cambia y nos hace ser quienes podemos ser. Nuestra altura es su profundidad. No se trata de llegar muy lejos ni de aspirar a los cielos. Basta un palmo, o medio palmo, para tocar el horizonte y rozar, bajando a lo más alto, el secreto de la hondura.
Víctor Herrero de Miguel