Hace unas semanas, con un grupo de alumnos del Colegio Sagrado Corazón de Usera (Madrid), dialogamos sobre la noticia del apagón mundial.
En estos últimos tiempos se oyen cosas extrañas relacionadas con grandes apagones, faltas de suministros eléctricos, de gas, de todo tipo. Realmente son rumores y no debemos alarmarnos. Pero sería un buen ejercicio pensar en sus consecuencias, ya que las dificultades serían enormes para el acceso de lo más básico como es el uso de internet y todo lo que esto conlleva. Estamos acostumbrados a vivir con estos medios tecnológicos, que nos ayudan a llevar una vida cómoda. No nos percatamos de su verdadera importancia. Un día, nos levantamos por la mañana, y no se enciende la luz. Sentimos frío porque la calefacción no funciona. Vamos a ducharnos y no hay agua. Encendemos el televisor para implorar información y la pantalla no se ilumina. Al mirar nuestros móviles y ordenadores, observamos que no tienen acceso a internet ni es posible establecer conexión con ninguna red social.
Salimos a preguntar a los vecinos, pero el timbre no funciona. A todos les pasa lo mismo. Esta situación se prolonga durante días.
¿Imposible vivir así? Necesitamos agua para beber, para lavarnos y prepara la comida. También necesitamos alimentos no perecederos, linternas con pilas para alúmbranos por la noche; velas, cerillas, hornillos con bombonas de butano para cocinar; la casa está fría, ¿dónde buscamos el calor?
Reflexionando sobre todo esto, me vienen a la memoria los relatos de mi abuela: ¿cómo vivía la gente en tiempos pasados, cómo buscaban soluciones a los problemas que surgían, sin depender de otros recursos que los que proporciona la naturaleza?. La gente afrontaba las dificultades cotidianas. Mis abuelos vivían en un precioso y frío pueblo de la provincia de Segovia. El abuelo era boticario. Antaño, así se llamaba a los farmacéuticos. La abuela, además de criar a sus siete hijos, ayudaba a mi abuelo en la botica. Las medicinas no eran como las de ahora. Se preparaban en grandes y preciosos morteros, como fórmulas mágicas, y se servían las dosis adecuadas a cada paciente para remediar sus dolencias.
Ellos tenían suerte. Su inmensa y heladora casa tenía un baño: Pero los vecinos del pueblo no disfrutaban de ese lujo. Debían acudir a los establos y recoger agua de las fuentes o los pozos.
La ropa se lavaba a mano. Lo de la ducha diaria era algo impensable, imposible. Los inviernos eran francamente fríos. El agua se helaba en los lavaderos y las nevadas eran más intensas que nuestra temida “Filomena”. Pero tenían lumbres y braseros para dar calor a la casa. Previamente, había que ir al bosque para recoger leña. El trabajo era duro y arduo.
Me contaba mi abuela que, por las noches, las camas estaban muy frías. Calentaban una piedra en la lumbre, la envolvían después con un paño y se la ponían en los pies. ¡Menudos cardenales al día siguiente! Pero al menos mantenían durante un rato los pies calentitos.
Para comer no iban al supermercado ni hacían la compra. Eso no existía. La comida era: patatas, patatas y más patatas; caldos, garbanzos, alubias... Los afortunados hacían la matanza del cerdo y aprovechaban todo con el fin de tener reservas para el largo invierno. Los vecinos del pueblo, en muchas ocasiones no podían pagar las medicinas que les recetaba el médico. Mi abuelo se las daba siempre, ya las pagarían; ante todo, sus principios éticos y humanos consistían en ayudar a sanar a sus vecinos. En aquellos tiempos no se había inventado la penicilina, no había antibióticos, mucha gente fallecía por falta de ellos. Mi propio abuelo no pudo curar junto con el médico del pueblo su neumonía y dejó a mi abuela con sus siete hijos, perdiendo al que se le llevó la difteria, una enfermedad de la que todos estamos vacunados actualmente. Realmente eran tiempos recios y complicados.
Siempre, a lo largo de los años, cada generación ha tenido que hacer frente a situaciones duras, impredecibles. Pero los seres humanos han salido adelante.
Bien es cierto que debemos agradecer y aprender mucho de nuestros antepasados; gracias a ellos estamos aquí. Lo que para ellos tenía un gran valor, nosotros apenas nos percatamos de su existencia.
La importancia de las sencillas y pequeñas cosas les hacía más felices y si nosotros detenemos un poco el tiempo, en una sociedad repleta de situaciones que, en ocasiones nos desbordan, también valoraremos aquello que nos puede hacer más felices: la compañía familiar, los pequeños detalles inapreciables que nos brindan, el guiño de un ser querido, una mirada sonriente, el apoyo de un amigo, la cena en compañía, aquel libro de la estantería... Termino esta reflexión con el título de una película que varias veces he visto: “Amanece, que no es poco” de José Luis Cuerda.
María de los Mártires Gutiérrez Matesanz. Profesora del colegio Sagrado Corazón
(Madrid, Usera)