Qué difícil es entenderlas y gestionarlas. Nos lo ponen muy complicado todos los días, sobre todo cuando se mezclan con las emociones de los demás y se producen situaciones poco reflexivas e impulsivas que derivan en un desencuentro. Y lo digo desde mi punto de vista de persona adulta y con unos años a las espaldas.
¿Qué pasa si soy adolescente y se declara una pandemia mundial que implica que me encierren en casa durante unos meses? Pues caos emocional.
El contacto que mantengo a diario con mis iguales se ve abruptamente suspendido y sólo tengo relación con la familia con la que convivo, y ¡ellos no me entienden! Lo único que me mantiene conectado con mi grupo y el exterior son las redes sociales y los chats de algunas aplicaciones. Llamar no me gusta, me supone un esfuerzo, y que me llamen tampoco, yo no he decidido hablar con nadie, prefiero hacerlo cuando a mí me parezca.
Desde la soledad de mi habitación puedo viajar a todos los rincones del mundo, visionar todo tipo de videos graciosos, sobre todo aquellos en los que alguien sufre un aparatoso accidente en una situación cotidiana. Puedo contactar con cualquier persona del mundo, eso sí, que hable mi idioma a ser posible, e incluso jugar en línea a esos juegos que están tan de moda en los que se aniquila al enemigo. Esa persona puede ser quien dice ser o no, no lo sé, pero me habla.
Puedo también buscar a otros que se sienten perdidos como yo, que comparten mi apatía por vivir y algunos de sus métodos que hacen que, por un momento, el dolor no esté sólo en la cabeza, sino que sea físico. Incluso hay foros donde se comentan los mecanismos más efectivos para dejar de sufrir. Y todo al alcance de mi mano, sin que nadie sepa lo que realmente estoy haciendo o sintiendo.
Día tras día. Semana tras semana. Primero, la novedad. Al final, desesperación. Y de repente nos dejaron salir, aunque pocas cosas se podían hacer con normalidad. Entre ellas, ir al colegio. Éramos como ollas a presión a punto de explotar en un mundo lleno de restricciones y de normas en el que habíamos desaprendido a convivir.
Todos los días escuchando las mismas frases de los profesores como mantras: “ponte bien mascarilla, lávate las manos, las ventanas y puertas abiertas, no podemos hacer excursiones, no se puede hacer esto o aquello…”. Habíamos salido de nuestro micromundo y sobrevivíamos en un microuniverso de frialdad como autómatas, y yo tenía tantas cosas dentro que ebullían….
Desde esa realidad se fundó, en el curso 2020-2021, el Aula de Emociones y Conductas del Colegio San Antonio de Santander, porque creímos que lo importante era intentar curar a nuestros alumnos los dolores del alma, porque vimos que nuestro colegio se había convertido en una suerte de hospital de adolescentes con muchas dolencias que no eran físicas y porque si no las curábamos, si las heridas no cicatrizaban bien y cerraban en falso, se abrirían de nuevo, con fuerza renovada y más profundas, acaparando toda la energía de nuestro alumnado e impidiéndoles un desarrollo normalizado.
Este espacio es un lugar seguro, donde el que acude puede mostrarse tal y como es, sin antifaz, donde el que escucha no juzga, sólo aconseja, acompaña, cose la herida, que a veces se abre, pero con una tirita se contiene por el momento. Estos, mis compañeros del Departamento de Orientación, cuya labor es algunos días muy dura, son una de las partes más importantes del colegio.
Pero esa manera de proceder, ese espíritu de ayuda a los demás que se ha imbuido en nuestro profesorado, es el engranaje sobre el que construye nuestro estilo de escuela. Así, no sólo hay un Aula de Emociones y Conductas, todas las aulas lo son, porque sabemos que un rayo de sol es suficiente para ahuyentar a muchas sombras, y nosotros tenemos muchas que ahuyentar. Somos muchos rayos.
Así, como San Francisco se sintió cuando besó al leproso, con esa dicha y esa sensación de bendición, nos sentimos el profesorado del Colegio San Antonio. Y con esa ilusión venimos a trabajar todos los días.
Rosa Ana Giraldo Andrés
Directora del colegio San Antonio.
Santander