Cada año, la Coral San Buenaventura participa en la celebración de San Francisco de Asís y siempre rememoramos la historia de una persona con un alma especial que nos ha dejado múltiples ejemplos de vida y cuya historia nos ayudan a llevar y entender realidades de nuestro día a día. Lo vimos sentirse incomprendido, luchar contra una sociedad que no entendía su sentir, tener fe incondicional, ser el ejemplo de fortaleza, mirar con ojos de amor a todo lo que le rodeaba y ser refugio y consuelo para todo aquel que se le acercaba. La Coral San Buenaventura intenta mantener esos valores que hicieron grande a San Francisco y en su historia se ven muchos de ellos.
Los principios nunca son fáciles.
La Coral San Buenaventura nació en 2001 y, a pesar de una prueba de voz que incluyó a cientos de alumnos, el primer día solo vinieron treinta personas. Al día siguiente, sólo quince. Ese fue el inicio. Un grupo que musicalmente no funcionaba bien y que reunía más gente encima del escenario que en el propio público. Un grupo que no estaba bien visto entre sus compañeros de clase porque no era una actividad popular entre la gente de su edad. Todo era difícil. Casi cuesta entender el motivo por el que esos primeros 15 alumnos nunca se fueron de la actividad. Hoy, mirado con perspectiva, quizá se entiende mejor. En los ensayos se respiraba algo curioso. Había ratos de risas, de esfuerzo, de fe en que el trabajo funcionaría y de lágrimas cuando se compartían cosas que iban más allá de lo musical. Eso hacía que, desde dentro, cada día tuviera más sentido seguir en la actividad a la vez que desde fuera se entendía menos el interés de los alumnos por el grupo. Esta coral empezó con un grupo de incomprendidos que no se rindieron. El año terminó con pocos éxitos aparentes: un concierto con una iglesia prácticamente vacía y un repertorio sencillo acoplado a lo que se podía hacer en el momento. Sin embargo, el éxito estaba en otro sitio. Aún temiendo que la leve repercusión del concierto final no les fuera suficiente para volver el próximo curso, contra todo pronóstico, las caras de felicidad de los cantantes, el orgullo por lo que habían hecho y el interés que tenían por ver qué ocurriría el próximo curso fueron pura vida para la actividad.
Empezó el segundo año y, tras las pruebas de acceso, ya eran treinta y el siguiente curso sesenta.
Cada vez más gente seguía al grupo. El público crecía. Las críticas no desaparecieron pero, con cada una, más se abrazaban los cantantes entre sí y más fuertes se hacían hasta que la calidad habló por ellos. Se ensayaba duro y buscando un resultado que rozara lo profesional. Eso, lejos de angustiarles o desmotivarles, invocó a su épica y, junto al cariño inmenso que empezaban a sentir unos por otros, creó un grupo de amigos con una energía enorme dispuestos a hacer cosas grandes. Ese año, el concierto de final de curso estuvo repleto de gente y el público descubrió la impronta de una coral que sonaba bien y transmitía mejor. Siempre fueron grandes pero ahora la gente lo sabía. Había una cierta sensación de paz junto a la de éxito. Ver como los cantantes tenían su recompensa y reconocimiento a un trabajo muy duro era un alivio. Demostraron no necesitarlo pero siempre hace sonreír ver que también desde fuera hay sonrisas que te animan.
El grupo se unió más, compartió más, se quiso más. Pasaron los años y vinieron los viajes y la convivencia en períodos más largos. Para cuando quisieron darse cuenta, los lazos eran enormes. Eran hermanos que no solo habían conocido a gente en el grupo: habían encontrado a su gente.
Llegaba el momento terrible de despedirse de alumnos que dejaban ya el centro.
Es ley de vida y es la peor parte del trabajo de profesor. Despedirte de gente a la que quieres es doloroso. Sin embargo, algo pasó y no todos se fueron. Algunos universitarios sentían la necesidad y el placer de seguir con nosotros. El papel era el mismo y diferente a la vez. Cantaban con el grupo pero también ayudaban a otro nivel. Colaboraban en la organización, cuidaban de los pequeños y, aún sintiéndose alejados en edad de los nuevos integrantes, se veían también en ellos hace años y entendían lo que estaban viviendo. Ahí empecé a notar el valor de lo que estaba pasando. De alguna forma, salían marcados por haber formado parte del grupo.
Más años. Más conciertos. Todo seguía en línea ascendente. Muchas intervenciones, muchas llamadas.
Sin embargo, en el momento más alto del grupo, cuando se planeaba el gran concierto de la historia de la coral, vino la pandemia. El golpe a las agrupaciones corales fue enorme en general por considerarse actividad de alto riesgo y más dentro de un colegio. Las normas en los centros educativos eran aún más estrictas que en las corales adultas y eso puso al grupo en una situación muy delicada. El primer año nos impedían reunirnos físicamente. Casi era un atrevimiento proponerlo porque era absurdo pero, aunque lo lógico hubiera sido parar un año, algo hacía ver que no era buena idea. No se sabía qué iba a pasar ni cuánto duraría pero, tras 19 años de coral y en un momento donde hubiera sido muy justificable parar, había un cierto sentimiento de final si la actividad paraba. Se apostó por los ensayos online. Las voces llegaban retardadas, no se podía cantar a la vez porque era caótico, llegando a decidir que lo mejor era silenciar los micrófonos y que cada uno cantara en su casa lo que se les enseñaba. No creo que haya peor forma de ensayar. Era tener fe en que cada uno estaría haciendo lo correcto en casa. Cada día que empezaba la videoconferencia hubiera justificado la ausencia de todos pero, de forma increíble, allí estaban. Siempre acudía gente y, lo más sorprendente, gente que acababa de entrar ese año y que nunca había cantado de otra forma. Inexplicable. Milagroso. Lógicamente, este sistema no fue gratis y mucha gente se quedó por el camino. Al terminar el curso no éramos mucho más de una docena.
Se volvió a las clases aunque con mascarilla y llegó el momento del ensayo presencial con protección.
Jamás nos saltamos una norma. La premisa para empezar la actividad fue que la salud de los alumnos estaba por encima de la calidad del sonido. Nada era más importante que ellos. Teníamos mascarilla con el escudo del centro como parte del uniforme coral. 20 años después éramos menos que el primer año. 20 años después estábamos allí con un pasado importante pero con un futuro oscuro. Ya no quedaban casi veteranos. Alumnos que no se conocían apenas, sin sonido de calidad, sin experiencia y una agenda de conciertos que nos pedía lo mismo que antes de la pandemia. A nivel musical era irrealizable y a nivel humano era imposible pensar que se volvería a dar esa unión mágica entre los miembros. Sin embargo, la fe de algunos alumnos empujó de nuevo como el primer año. Allí estaban los fuertes de espíritu y los grandes de corazón. Los veteranos que sobrevivieron de años anteriores junto a los nuevos que vinieron con gran energía a pesar de su corta edad salvaron la época más difícil de la coral. Sobrevivimos a los conciertos de ese año recuperando una gran parte del sonido original del grupo.
Un año después ya éramos 30, y este año en que se escribe este artículo somos 60 de nuevo y estamos preparando el concierto de final de curso que va a tener lugar en el teatro más importante de la Región. El proceso se repitió de forma idéntica. Gente de diferentes edades conviviendo como si fueran de la misma edad, trabajo duro y metas altas, risas y llantos compartidos, apoyo en lo musical y en lo personal por parte de todo el grupo. Otra vez una comunidad, otra vez un grupo de hermanos. Las críticas de sus compañeros ahí siguen pero ellos avanzan unidos y emociona verlos no solo crecer sino hacerse grandes.
Han sido en total 23 años de historia más el curso presente. Actuamos anualmente en el Real Casino de Murcia, el Palacio Episcopal, el Pregón de Navidad del Instituto Teológico; colaboramos con la Cofradía del Santísimo Cristo de la Fe y con la Cofradía del Santísimo Cristo de la Salud; se han grabado dos discos, aparecido en múltiples programas de televisión, llenado el Teatro Romea y el Teatro Circo de Murcia actuando en solitario y colaborado con diversas organizaciones benéficas y residencias de la tercera edad. Todo esto nos enorgullece y alegra porque es un reconocimiento a un trabajo muy grande. Sin embargo, lo valioso es lo que se ve cada día en el ensayo, lo que haría sonreír a San Francisco. Alumnos nuevos que se han conocido en el grupo y han visto en él a gente con la que estar, con la que trabajar y reír, gente a la que no conocían y ahora son su grupo, un refugio de las penas del día a día, un lugar donde sentirse bien, tranquilos, acogidos. “Esa coral me salvó la vida”. Esa frase se ha dicho muchas veces. Antiguos alumnos se pasan años después de haberse ido solo porque saben que es lunes o miércoles y que su coral estará ensayando. Nunca encontré un grupo en el que se aprendieran y respiraran tantos valores, en el que la gente se respetara tanto, en el que mostrarse como uno es no sea peligroso ni dañino. Una familia.
Así es la historia de la Coral San Buenaventura. Una historia de fe, confianza, amor, respeto, alegría, convivencia, comprensión y trabajo. Un grupo de Paz y Bien, de Ciencia y Virtud. Una agrupación que reúne muchos de los valores que San Francisco ofreció y que aporta, aparte de los conocimientos musicales, una dimensión humana enorme y un crecimiento personal que siempre acompañará a sus cantantes. Cualquiera que una vez formó parte de esta familia sabe que siempre será parte de ella. Un lugar al que ir. Un lugar donde volver.
Manuel Canteras Campos
Director de la Coral San Buenaventura