Durante 9 meses al año, 12 madres del Colegio San Antonio se reunían un día por semana para buscar trabajo, formarse y apoyarse.
En nuestro colegio hay un 97% de alumnos de origen extranjero. Filipinas, Ecuador, Marruecos, República Dominicana, Venezuela, Paraguay… y así hasta 18 países distintos. Somos un colegio pequeño, tan solo 186 alumnos, con unas infraestructuras humildes (cedidas del propio convento de los Padre Menores Capuchinos), y en parte laberínticas. Hay quien diría que estas características nos hacen peor colegio, que tantas nacionalidades no pueden convivir sin problemas raciales, que nuestros patios en los tejados no son los más adecuados, y que las familias de nuestros alumnos son conflictivas. Pero nosotros solo vemos una maravillosa diversidad cultural, de la que nutrirnos día a día con el fin de afianzar nuestra comunidad.
Todos los jueves se reunían doce mujeres de diferentes países, madres del colegio. De 9:00 a 12:00 se esmeraban para ampliar sus conocimientos en Office, formarse como “Monitoras de Comedor y Patio”, y buscar empleo de manera activa. Pero, aunque parezca más que suficiente, lo que más valoraron, y lo que más nos enriqueció fueron los lazos humanos que allí se crearon.
Para calentar motores, tomaban un breve desayuno, donde se ponían al día de sus vidas, las cosas buenas y las no tan buenas, se reían y se apoyaban con lo que fuera menester. En ese rato, problemas como el desempleo, desahucios, cortes de luz, neveras vacías… no es que se hiciesen más pequeños, pero cada una de esas mujeres recordaba que daba igual el tamaño de “su Goliat”, podrían con él costase lo que costase.
Jenny, de Ecuador decía “espero este día durante toda la semana, es el único sitio donde mis problemas no me siguen, y puedo coger fuerzas para afrontar el resto de la semana. Es mi día favorito”. Mientras, sus compañeras la escuchaban con el corazón en un “ay”, pues sabían cuáles eran esos problemas y el coraje de esa mujer.
Luego, con las barrigas llenas y los pesares vacíos, se ponían manos a la obra. La realidad es que la brecha tecnológica era muy grande, había que trabajar desde la base. La mayoría no tenían ordenador o internet, o ambas cosas, por lo que se decidió que también podrían trabajar con las nuevas Apps del móvil para la búsqueda de empleo. Hasta entonces, su rango de búsqueda solo abarcaba el “boca a boca”, y como sus amigos, familiares y conocidos eran todos del barrio… era un rango muy chiquitín, había que ampliarlo.
En la formación como “Monitoras de comedor y patio”, descubrimos unas maravillosas profesionales. Desde un principio pensamos que lo ideal sería encontrar el punto convergente entre la formación profesional, y dotación de herramientas para su papel como madres. Un encuadre que tuviese como centro el colegio, una comunidad fuerte y cohesionada.
Cada una de ellas aportaba algo especial y único, se enorgullecía de poder añadir el ingrediente característico de su nacionalidad. Algunas era la alegría, la diversión, otras la dulzura… Todas se mostraban muy predispuestas a contar cómo es el proceder de sus hogares en la crianza, la alimentación y los cuidados. Y al encontrarse en un terreno más neutral y de aceptación, se vieron libres para enseñar y aprender.
Salían a conocer las asociaciones del barrio, los viveros de empresas, las iniciativas sociales, y participaban de todas las actividades del colegio. Cada una de esas mujeres escondían una gran creatividad y pasión dentro de sí.
No puedo dejar de recordarlas vestidas de Reyes Magos, visitando a los niños y repartiendo caramelos, afanadas con el Belén del Colegio para que quedase espectacular (porque lo corriente no se valoraba), o riéndonos ante una mesa llena de comida de sus países de origen, justo unos días después del taller de “Nutrición y Salud”. En esos días, en los que podían compartir su gastronomía… ¡echaban el resto! Pica pollo, ceviche, lumpiang, puto, patacones…
Compartiendo su comida compartían su cultura. Recordaban cómo aprendieron a hacer esos platos, y a quien los enseño. Afloraba esa necesidad de “mamá” y de “abuela” que hacía tanto tiempo habían tenido que enterrar bajo miles de kilómetros. Y podía ver como se empañaban sus ojos con el recuerdo de quien se entrega a la orfandad por propia voluntad en favor de sus hijos. En esos días exhalaban su clima, se movían con su música y reían en su idioma.
Y qué podía haber más bonito que eso. Mentiría si no dijese que me invadía un gran sentimiento de orgullo. El orgullo de quien sabe un secreto que nadie más parece conocer. El orgullo de tener el corazón lleno de amor cuando el mundo se empeña en llenarlo de odio. El orgullo de participar en la prueba palpable de que la buena convivencia entre distintas culturas es posible. Y es maravillosa.
Al final de todo, los resultados del taller fueron inmejorables. Poco a poco las mujeres iban dejándonos para incorporarse a sus nuevos empleos. Y las que seguían con nosotras, habían cambiado. El carácter franciscano había dejado su inconfundible huella.
Con todo mi cariño a Cristina, Blanca, Fátima, Mafel, Jessica, Sandra, Cris, Ellen, Jeny, Sara, Katheline, Jesenia, Doris y Carmen (y al resto de las mamás de los otros años). Vosotras ponéis en marcha el mundo.
Laura Calles